Fácil, demasiado fácil la entrada de los seguidores de Trump en el Capitolio del país más poderoso del mundo, y precisamente demasiado fácil debido a este poder. El gigante no tiene pies de barro, la cuestión es que además de ser gigante tiene que parecerlo, y en este caso parecerlo supone mostrar fragilidad para no ofrecer una imagen autoritaria al mundo. El despliegue policial debe formar parte de la defensa democrática, y sin embargo un exceso de despliegue policial se aleja a ojos de la opinión pública de esta defensa, proyectando la idea justamente contraria. Mientras que la democracia implica un equilibrio frágil, el autoritarismo pinta con brocha gorda, y ésa es su gran ventaja. Pero el autoritarismo es debilidad, y la fuerza de los EEUU consiste en su condición histórica de baluarte de la democracia, hasta el punto cínico de pisotearla en su propio nombre cuando le conviene, a menudo en territorio extranjero.
La imagen de un despliegue policial masivo para defender el Capitolio no hubiera sido la adecuada para proyectar a los EEUU como gran icono democrático, un hecho que, de forma inconsciente pero efectiva, aprovechó la turba trumpista para asaltar el edificio, y paradójicamente para defender, según su premisa, la validez democrática de la reelección de Donald Trump. Para los asaltantes la democracia no cuenta, la democracia es un mero pretexto que precisamente la desprecia, porque lo que contaba era la reelección de Trump. El hombre visto como un ídolo, no como un líder, ya que el ídolo va más allá que el líder. El ídolo no es humano porque es la mera proyección de una ilusión que se sitúa al margen de la realidad. Del líder esperamos un guía de carne y hueso que nos dirija con las razones de la realidad. Del ídolo no esperamos nada, tan sólo que no decaiga nuestra ilusión. El ídolo no es nadie, salvo un monigote, no en vano Émil Cioran decía que no hay forma más sublime de desprecio que la idolatría.
A lo largo de su mandato Trump ha ido instruyendo a sus acólitos en la normalidad del fraude, de tal forma que normalizar la acusación fraudulenta de fraude a la oposición se ha convertido en moneda corriente entre el movimiento trumpista. Un fraude consistente en acusar sistemáticamente de fraude a terceros, llegando al paroxismo de la manipulación en las elecciones en el Senado de Georgia, que Trump ha tildado de “ilegales, no válidas”.
Puede ser inédito el hecho del asalto al Capitolio de Washington, pero no es inédito el comportamiento autoritario, que intenta imponerse en nombre de la democracia, violándola con tal imposición. La imagen de la turba asaltando el Capitolio puede engañosamente asociarse a la razón de todo un pueblo rebelado contra la injusticia. No importa que los asaltantes fueran franca minoría de la representación ideológica nacional, lo que cuenta es la imagen pública. El problema de Trump es que ha llevado demasiado lejos, hasta perder apoyos, su teatro victimista con contrapunto de soluciones demagógicas y populistas. En una ocasión, al ser preguntado un editor por el secreto de conseguir un libro superventas respondió que “el libro tiene que ser malo, pero no muy malo”. De nuevo un juego de equilibrios para hacer frente a la estupidez. La asertividad puede ser virtud, pero la línea entre ésta y la soberbia es muy fina, y una vez cruzada la línea la credibilidad se hunde en espiral embriagadora. Trump se ha emborrachado de su propio personaje y no lo sabe a causa de la propia embriaguez egocéntrica. Hubiese podido rentabilizar electoralmente a su favor las cifras económicas de su mandato obviando la política exterior, o la discreción de conflictos bélicos con intervención norteamericana, pero no ha sabido ni ha querido. Trump ha centrado la visualización pública de sus acciones en el efectismo, como lo fue el muro fronterizo entre EEUU y México, consciente de que le generaría entusiastas seguidores y furibundos detractores. En la psicología de masas Trump es un maestro, tan magistral que su recreación en tales conocimientos le ha llevado al hundimiento político. De momento.
A los asaltantes al Capitolio les trae sin cuidado la democracia que tanto dicen defender, fingiendo defenderla a través de unas elecciones que tildan de fraudulentas. Pero también les trae sin cuidado Trump, y no lo saben. Trump es el canal a través del cual desahogan sus frustraciones y les permite su adscripción en la tribu y la ilusión de una vida con sentido y mejor dentro de esa comunidad. Trump ha sembrado tempestades menospreciando a la comunidad que le idolatra, y su menosprecio acaba de costar vidas en el Capitolio. Unas vidas que han muerto por nada, sin saber ellas mismas que no les importaba en absoluto ni aquél ni aquello que defendían, y sin saber tampoco que a su defendido Trump todavía le importaban menos sus vidas y aquello que decía defender para ellas.